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Soy sensible a las pequeñas alegrías cotidianas, he aprendido a reconocerlas, a acogerlas, a mantener su rastro en mí. Conservo mi primer cuaderno, que acompañó mi decimocuarto año, un cuaderno de cuadros grandes con una portada verde fluorescente, ¡muy setentero! Otros le siguieron: todos ellos, cuadernos y libretas, están reunidos en mi casa en un gran baúl. Nunca los he contado, pero están ahí como materia prima, como guardianes de mi memoria, de mis vivencias cotidianas y de mis encuentros. Guardan los recuerdos que algún día podría olvidar, y aquellos que deliberadamente intenté olvidar al plasmarlos en el papel. La escritura llegó como una evidencia, una necesidad en caso de sobrecarga: se puede gritar, enfadarse, cantar, pintar, correr, navegar... yo, anoto, y así me deshago y me aligero, o bien grabo y doy peso; dialogo. Con un lápiz y papel, en una pantalla, no importa, las palabras están ahí. Así que cuando mi amiga Valérie me lanzó el desafío de embarcarla en la escritura diaria, decidí proponerle un tema por día, fabricarle un cuaderno donde consignara este intercambio y mantuvimos 21 días... ¡Y me encantó! Diseñé ejemplares, regalé cuadernos a otros, y recuperé el gusto por crear y el hilo que había perdido. Me puse en movimiento para acompañar a los que amo y también me creé una nueva actividad profesional.
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